Me escribió una
lectora preguntándome porqué no escribí sobre las madres en el número anterior
de la Revista Mi Coatepeque. Me sentí desolado con la pregunta, porque ni
siquiera pude estar con mi madre ese fin de semana, asuntos de trabajo me lo
impidieron (aunque digan que no hay barreras para visitar a la madre), y
entiendo que el sentimiento cabal hacia
las madres no es la devoción, creo yo, sino la deuda. La
devoción tiene algo sobreactuado y al mismo tiempo cobarde. La deuda, en
cambio, es terrenal y punzante. Uno puede dejar de sentir devoción por
cualquiera en cualquier momento, pero no puede dejar de sentirse en deuda hasta
que no haga algo por pagarla, y si es una deuda de quetzales, un saldo
estremecedor, tendrá que pagarlo con todo, con los aciertos, y con los errores
también.
Mi madre empieza
antes de mi memoria; estuvimos separados muchas veces, recuerdo cuando algún
fin de semana viajaba del Técnico de
Mazate donde estudié y mi madre salía de
de madrugada conmigo, a caminar por las calles vacías del pueblo, para
aliviarme el asma severa, aún la padezco en menor grado, pero como le digo a mi
madre, es mi acompañante en el viaje de la vida.
Durante muchos años
me importó bastante poco la familia. A los dieciocho años, trabajando en una
Fábrica de Villa Nueva, volvía ocasionalmente hasta que me fui a Alemania
durante algunos años, retorné y empecé las visitas esporádicas. Ahora ya con
más de sesenta años, ha comenzado un retorno, pero cualquiera sospecha que es
el retorno previo a la despedida. Todo lo que mi madre ama en mí, así como todo
lo que yo amo en ella, está revestido por la capa del triunfo, pero lo que nos
une son los mutuos desamparos. Mi madre tiene un miedo atroz a que yo no sepa,
de un modo total, que no quiere morir. Mis temores, en cambio, que son muchos,
no los sé, ni los sabré nunca, porque mis temores son propiedad suya.
Todo esto no lo he
aprendido con los años, sino de repente, en la retención atormentada de una
imagen. Luego de una sucesión de enfermedades, mi madre ha terminado cayéndose
al suelo, una vez y otra, siempre con más frecuencia. Pero hay, entre todas,
una caída puntual.
Yo en el cuarto,
frente al espejo, no mirándome, sino mirando el mundo a través de mi cara, y de
golpe –de golpe quiere decir de golpe- un bulto seco que colapsa. Si algo tan
inaprensible empieza a ceder, uno cree que eso es todo y todo lo estremece a
uno. El taladro en la acera, el murmullo de los cables eléctricos, las largas
resonancias de las bocinas. Los sentidos se aguzan por sí solos hacia esas
revelaciones portentosas. Una madre en el suelo es todos los ruidos a la vez.
Su cara había caído
contra el lavamanos, había rebotado y luego se había deslizado suave, como un
jabón en el puño del agua. Un hilillo fino bajaba de la frente y le corría por
el cachete, y luego ese arroyo púrpura y dócil desembocaba en un charco oscuro
y acuoso, el pozo profundo debajo de la faz inconsciente de mi madre.
Mi hermano me narró
que corrió y la cargó (nunca nada ha pesado tanto), y tuvo tiempo para ver cómo
su sangre manchaba levemente, casi con pena, el hombro de su camisa, cómo el
agua de la llave le corría por su cara noqueada -su cara noqueada por esa
enfermedad degenerativa que hay en la condición misma de los años-, imaginé que
el lavamanos se lo tragaba todo, cómo succionaba y absorbía tantas cosas, mi
hermano lavando la frente rota de mi
madre, las manchas del borde, el pasado, la luz opalescente de la tarde. Y yo
no estaba allí.
Soy otra persona
desde ese día. Pero mi madre ha sido otra persona muchas veces, desde hace
muchos años, desde la época en que yo me ahogaba del asma y ella salía conmigo,
encima, mi madre muerta de flaca, midiendo uno sesenta y con poco más de cien
libras, caminado el pueblo de arriba abajo contándome no sé cuáles historias,
que para peor olvidé.
Yo voy a partir,
porque siempre hay un viaje que hacer, y si llego van a estar todos, incluso
los que no son amigos, ni padres, ni hermanos, ni maestros. Pero si no llego,
si salgo derrotado, como por norma sucede, voy a volver ahí, donde no hay
nadie, ni amigos, ni padres, ni hermanos, ni maestros, voy a volver al regazo
de mi madre, y mi madre me va a curar
las heridas, solícita, su mano ligera pero rotunda, yendo y viniendo de un modo
que no acabo de comprender, y su boca diciendo, sin reproches, más bien como un
elogio, “pero cómo has tardado, Antonio”, y divisará en mí algo inaprensible
que necesita ser cuidado y que todavía (dirá “todavía” donde hay que decir
“ya”) no se puede valer. Entonces yo sabré que la deuda que tengo con mi madre
es impagable, porque tiene la misma edad de su mirada.
Que hermoso poder contemplar el rostro sonriente de tu madre, despues de tantos años de no verla. Hermosa publicacion.
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