viernes, 31 de mayo de 2013

Mi mamá


Me escribió una lectora preguntándome porqué no escribí sobre las madres en el número anterior de la Revista Mi Coatepeque. Me sentí desolado con la pregunta, porque ni siquiera pude estar con mi madre ese fin de semana, asuntos de trabajo me lo impidieron (aunque digan que no hay barreras para visitar a la madre), y entiendo que el  sentimiento cabal hacia las madres  no es la devoción, creo yo, sino la deuda. La devoción tiene algo sobreactuado y al mismo tiempo cobarde. La deuda, en cambio, es terrenal y punzante. Uno puede dejar de sentir devoción por cualquiera en cualquier momento, pero no puede dejar de sentirse en deuda hasta que no haga algo por pagarla, y si es una deuda de quetzales, un saldo estremecedor, tendrá que pagarlo con todo, con los aciertos, y con los errores también.
Mi madre empieza antes de mi memoria; estuvimos separados muchas veces, recuerdo cuando algún fin de semana viajaba  del Técnico de Mazate donde estudié y mi madre salía de  de madrugada conmigo, a caminar por las calles vacías del pueblo, para aliviarme el asma severa, aún la padezco en menor grado, pero como le digo a mi madre, es mi acompañante en el viaje de la vida.
Durante muchos años me importó bastante poco la familia. A los dieciocho años, trabajando en una Fábrica de Villa Nueva, volvía ocasionalmente hasta que me fui a Alemania durante algunos años, retorné y empecé las visitas esporádicas. Ahora ya con más de sesenta años, ha comenzado un retorno, pero cualquiera sospecha que es el retorno previo a la despedida. Todo lo que mi madre ama en mí, así como todo lo que yo amo en ella, está revestido por la capa del triunfo, pero lo que nos une son los mutuos desamparos. Mi madre tiene un miedo atroz a que yo no sepa, de un modo total, que no quiere morir. Mis temores, en cambio, que son muchos, no los sé, ni los sabré nunca, porque mis temores son propiedad suya.
Todo esto no lo he aprendido con los años, sino de repente, en la retención atormentada de una imagen. Luego de una sucesión de enfermedades, mi madre ha terminado cayéndose al suelo, una vez y otra, siempre con más frecuencia. Pero hay, entre todas, una caída puntual.
Yo en el cuarto, frente al espejo, no mirándome, sino mirando el mundo a través de mi cara, y de golpe –de golpe quiere decir de golpe- un bulto seco que colapsa. Si algo tan inaprensible empieza a ceder, uno cree que eso es todo y todo lo estremece a uno. El taladro en la acera, el murmullo de los cables eléctricos, las largas resonancias de las bocinas. Los sentidos se aguzan por sí solos hacia esas revelaciones portentosas. Una madre en el suelo es todos los ruidos a la vez.
Su cara había caído contra el lavamanos, había rebotado y luego se había deslizado suave, como un jabón en el puño del agua. Un hilillo fino bajaba de la frente y le corría por el cachete, y luego ese arroyo púrpura y dócil desembocaba en un charco oscuro y acuoso, el pozo profundo debajo de la faz inconsciente de mi madre.
Mi hermano me narró que corrió y la cargó (nunca nada ha pesado tanto), y tuvo tiempo para ver cómo su sangre manchaba levemente, casi con pena, el hombro de su camisa, cómo el agua de la llave le corría por su cara noqueada -su cara noqueada por esa enfermedad degenerativa que hay en la condición misma de los años-, imaginé que el lavamanos se lo tragaba todo, cómo succionaba y absorbía tantas cosas, mi hermano  lavando la frente rota de mi madre, las manchas del borde, el pasado, la luz opalescente de la tarde. Y yo no estaba allí.
Soy otra persona desde ese día. Pero mi madre ha sido otra persona muchas veces, desde hace muchos años, desde la época en que yo me ahogaba del asma y ella salía conmigo, encima, mi madre muerta de flaca, midiendo uno sesenta y con poco más de cien libras, caminado el pueblo de arriba abajo contándome no sé cuáles historias, que para peor olvidé.
Yo voy a partir, porque siempre hay un viaje que hacer, y si llego van a estar todos, incluso los que no son amigos, ni padres, ni hermanos, ni maestros. Pero si no llego, si salgo derrotado, como por norma sucede, voy a volver ahí, donde no hay nadie, ni amigos, ni padres, ni hermanos, ni maestros, voy a volver al regazo de mi madre, y mi madre  me va a curar las heridas, solícita, su mano ligera pero rotunda, yendo y viniendo de un modo que no acabo de comprender, y su boca diciendo, sin reproches, más bien como un elogio, “pero cómo has tardado, Antonio”, y divisará en mí algo inaprensible que necesita ser cuidado y que todavía (dirá “todavía” donde hay que decir “ya”) no se puede valer. Entonces yo sabré que la deuda que tengo con mi madre es impagable, porque tiene la misma edad de su mirada.


1 comentario:

  1. Que hermoso poder contemplar el rostro sonriente de tu madre, despues de tantos años de no verla. Hermosa publicacion.

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