miércoles, 27 de noviembre de 2013

Así nació la canción del pueblo Quiché

ASÍ NACIÓ LA CANCIÓN PUEBLO QUICHÉ Wilfredo Hernández Cabrera El Pueblo del Quiché /Está librando la guerra /En defensa de la tierra /Y el pan para no morir /Pueblo aguerrido y valiente /En tus montañas dormidas /El despertar de la vida /Y el nuevo canto se siente /Quiché, Sacapulas, Santa cruz, /Nebaj, Chajul, y San Juan Cotzal también /Están atentos a lo que pasa /Para sacar de su casa /Al opresor de nuestro pueblo /Así es nuestro pueblo quiché. Cuando hay excedente productivo es legítima la lucha por mejorar las condiciones de su comercio; pero cuando se lucha por el mínimo para no morir, más que justo, es obligatorio. En esa idea iniciamos nuestra militancia política. Corría el año de 1977. Ese fue el primero de tres años en que fuimos compañeros de internado con Serbando Cano Tolico. Serbando era originario de la Democracia, Escuintla. Un artista nato, poseedor de una voz, oído musical y sentido del ritmo privilegiados, pero además de una avidez de conocimiento y una gran capacidad creadora; aunque, su rasgo más distintivo era su compromiso y conciencia de clase. Con los compañeros de internado aprendimos los primeros círculos armónicos y arpegios de guitarra. Un par de días después, armonizada en re, Serbando había compuesto una contagiosa balada romántica. La música parecía magia en esos años adolescentes. Teníamos dieciséis años. En 1979 concluimos estudios de nivel medio, ya vinculados orgánicamente a la lucha armada del pueblo contra las dictaduras militares, bastión del opresivo sistema socioeconómico que predomina hasta nuestros días. Al fragor de la lucha, en el año de 1980, en una casa clandestina en Santa Lucía Cotzumalguapa, Escuintla nació la canción Pueblo Quiché; fue en el primer encuentro como compañeros de armas después de los años de internado. Alejandro (que era el nombre clandestino de Serbando) me compartió, animado, la música de una canción que le quitaba el sueño, tarareó la melodía perfectamente estructurada y cantó las dos únicas frases: “el pueblo del quiché” y “así, es nuestro pueblo quiché”. “Hacele la letra”, me conminó. “La tengo”, le dije. Se entusiasmó y preparó la grabadora Toshiba y la guitarra vencida (dolían los dedos al presionar las cuerdas). “Está librando la guerra”, dije y apagué la grabadora mientras continué, imitando su voz y siguiendo la tonada: “no sé qué más putas sigue”. Pasaron dos noches en los que la melodía no me dejó dormir porque bastaba oírla detenidamente para que de su interior brotaran las figuras que fui guardando en mi mente, hasta que un día, mientras cenábamos donde doña Soila, emborroné las últimas ideas; de vuelta, yo mismo preparé la grabadora, hice unas pruebas de voz y le dije “traé la guitarra, así va”. Con una voz entonada y un deleite extraordinario fue cantando cada verso que yo le fui diciendo como si se tratara de un apuntador. El abrupto, desesperado e infantil quiebre de la unidad literaria en el estribillo: “y San Juan Cotzal también”, fue producto de la desesperación de Alejandro cuando en esa parte no se me ocurrió qué decir. Al terminar, retrocedió la grabación y en el reverso de un papel de regalo copió presuroso la letra, lo pegó en la pared en sustitución de un calendario que tiró a la mierda y en una interpretación que nos erizó la piel, cantó completa por primera vez la canción. Estuvo de acuerdo cuando le dije, “Después le cambiamos el verso alemán”. “¿Cuál?” preguntó. La mulada esa de ‘y San Juan Cotzal también’ ”. “Ah, sí” Es importante dejar constancia que la canción fue escrita tal como la conocemos ahora, excepto por los dos versos iniciales que originalmente decían “El pueblo del quiché está librando la guerra” y que alguien cambió por “En el pueblo del quiché se está librando la guerra”. En marzo de 1981 asumí tareas que nos llevaron por caminos separados en esa guerra que nos dolerá toda la vida. En 1982, a manos de las fuerzas represivas del Estado, murió Alejandro a la edad de 20 años. Su nombre de combate es el nombre de mi hija mayor, en homenaje al entrañable compañero. Aunque compartí esta historia con personas cercanas, no fue sino hasta 2012 cuando Ana Bueno Bayo, en los créditos de su documental Siguan Tinamit, me adjudica la autoría de la letra de la canción Pueblo Quiché. En lugar de algún reconocimiento por el mérito literario, he recibido actitudes hostiles de quienes se sienten afectados por esa estricta verdad histórica, como en los años en que el arte literario era delito para el Tribunal del Santo Oficio. Wilfredo Hernández Cabrera Nueva Guatemala de la Asunción 25 de noviembre de 2013.

viernes, 31 de mayo de 2013

CANTINAS… NOSTALGIAS DE UN PASAD



Prolegómeno
… y sobre todo desconfié de los que no saben reírse de sí mismos.   Poetas solemnes, sin humor, profetas que sólo saben aullar y discursear. Todos esos hombres son peligrosos
¿Qué vida es la de aquel a quien falta el vino?
                                                                                                                          Eclesiástico 31, 33.

Hace muchos años me reencontré con un amigo, ex alumno como yo, del Instituto Técnico Industrial de Mazatenango, el glorioso Georg Kerschensteiner, teníamos una relación de amistad tan enferma como para que los años que dejábamos de vernos no causaran un cáncer de distancias. Pero esa ocasión tan sólo había transcurrido cinco años (Que son cinco años en una vida) y unos días antes de volvernos a encontrar en el autobús que iba de regreso a la ciudad que nos vio crecer,  Coatepeque. Como era de esperarse en el andar de dos almas insanas, una sin saberlo, la de él, y otra con conocimiento de causa, la mía, en cuanto llegamos nos metimos a un bar del centro que abre clandestinamente sus puertas después de las cuatro de la mañana. La borrachera y las pláticas absurdas se prolongaron hasta el amanecer y decidimos que lo mejor en esos casos era no dormir para evitar perdernos del día, así que nos fuimos a la casa del amigo por el Barrio Esquipulas, platicamos hasta la madrugada y la seguimos durante la mañana.  Cuando fue hora en que las cantinas abrían sus inmorales puertas de “buenas bocas” y cerveza, nos dirigimos a la primera que estuviera en nuestro camino. La “reunión”  siguió hasta la noche, cuando nos mudamos a un bar en el barrio El Jardín (el mismo que el recuerdo me pasa a cuenta junto con una seducción a la dueña, cuando adolescente, medio borracho (¿cuál es la frontera?, y con el dueño, el esposo, atrás de mí). A cantidad de años después, mi presencia no significó más que un “usted era cliente” por parte del dueño junto con una sonrisa de cortesía que podía encerrar cantidad de improperios (seguramente), aunque parecía ser en primera instancia que ya no había “una dueña” o al menos ya no estaba, y para mí fue más cómodo seguirla sin que mi pasado me cobrara una de las múltiples tonterías que hube de cometer.

La reunión de estas dos almas enfermas de nostalgia continuó un par de horas más, hasta que  el amigo, haciendo uso de una de mis tendencias más rechazadas en el pasado, sugirió ir a bailar. Pedimos la cuenta y fue el dueño quien personalmente nos la trajo, con su sonrisa de cortesía y unos dulces de menta. Parecía que le daba gusto que nos fuéramos de su bar (parecía que le daba gusto que me fuera de su bar). Era evidente que si se acordaba de mí, también se acordaba de esa noche hace bastantes años en que quise enamorar a su esposa… justamente cuando me cobraban…, por lo que me clavó la mirada con un rencor que no podía esconderse cuando el amigo y yo nos acercamos a la caja para pagar… y que era atendida por una adolescente casi niña y casi idéntica a esa imagen conceptual de mujer que tengo grabada en mi mente como una borrosa impresión del pasado en estas calles de la insania. ¿Mi Maga? No conocía a Cortázar.
… al siguiente día retorné  a Quetzaltenango a mi trabajo, al llegar  recorrí la plaza central de la ciudad y me detuve a comer un elote asado con limón y sal, mientras escuchaba a los voceadores con las noticias del día anterior. He de decir que siempre me gustó más el parque central de antes; me parecía más cálido, con menos cemento y más verde. Meditando, sentado en la banca de cemento, atrás de doña Elisa,  fijé los ojos en el Pasaje Enríquez, las mesas y sillas del bar Tecún apiladas, olvidadas después de una noche plagada de turistas, trovadores, poetas…  pensé: ¿Porqué no hacer un homenaje a estos lugares “terapéuticos” de nuestra Guatemala que tienen mas historia y traen más recuerdos que la historia misma del país?
¿Por qué terapéuticos? Porque el bar o cantina, espacio de refugio, de espera, lugar de huida, de ilusión, de angustia, de alegría, de amistad y de muchas otras cosas más, es una entidad social que juega un papel definido en la zona socioeconómica en la que está enclavada.
Es también un jardín heterogéneo donde florece la interrelación humana al calor de la camaradería que manifiesta un deseo grato de que todo problema humano, sea político, social o religioso, se resuelva con facilidad y prontitud. Significa sociabilidad, calor humano, conversación amena, distante de todo problema que aqueja a la humanidad. Es lugar donde se acrisola la voluntad en el uso o abuso del libre albedrío. Las cantinas son lugares para bebedores, no para enfermos alcohólicos.            
Las cantinas o bares en Guatemala representan una gama de contrastes, vilipendiadas por algunos y veneradas por muchos otros. Puntos de reunión en donde los hombres hablan de sus amores, desamores, alegrías y sufrimientos, sin censura alguna para expresar opiniones. Hace tiempo eran lugares restringidos exclusivamente a los hombres. Era prohibida la entrada a mujeres, menores, lustradores, uniformados, ensotanados etc. Han evolucionado, ahora existen en su modalidad de restaurant-bar o ladies bar, a fin de aligerar el ambiente de cantina y permitir la entrada a mujeres; aunque actualmente por ley no puede prohibirse la entrada a mujeres incluyendo cantinas de las típicas, esas de ambiente ríspido y concurridas por “bolos de pelo en pecho”. Sin embargo, esas viejas cantinas siguen existiendo y uno tiene la oportunidad de seleccionar el tipo de establecimiento que desee. 
En algunas cantinas o bares chapines también se podía discutir de cosas no tan serias como lo es la vida diaria, se discutía de arte, política y ciencia, así los creadores, músicos y otra serie de bichos raros podíamos dar rienda suelta a la creatividad  y algunos para inspirarse y producir sus obras excelsas, es vox populi en Quetzaltenango, de acuerdo a lo que me narró don Oscar Leal, que la letra del segundo himno de Guatemala: Luna de Xelajú, se la compró el huehueteco Paco Pérez a un “Bolito versificador” quezalteco dueño de una sombrerería y barbería, don Luis Álvarez “artista, versificador y bohemio”.  Ejemplos sobran, en los que por decir un caso, se compusieron grandes versos que forman parte del repertorio clásico de la música y la poesía chapina.
La ciencia, la mística, la filosofía no son la excepción, es común escuchar a científicos, místicos, filósofos, en especial los poetas, referirse a las cantinas durante los festivales de poesía, de ser los lugares en los que mejores discusiones de letras se presentan y por lo tanto los encuentros más productivos, durante dichos festivales se han llevado a cabo en alguna de las cantinas o bares de este nuestro pueblo, al cuál en una ocasión un representante nuestro, quien en el tiempo que habitó la ciudad capital fue un asiduo parroquiano de algunos bares o cantinas de la ciudad capital, el premio Nobel Miguel Ángel Asturias  quien sabiamente dijo: “en Guatemala solo bolo se puede vivir”
Así los bares, para bien o para mal, han estado ligados al desarrollo cultural. Los escritores, para variar, son lo que más ejemplos de vida en este sentido tienen. De esta forma    no es de extrañar, que en tierras lejanas hombres de esta estirpe se reunieran a platicar y, entre plática y plática soñar en crear otra Guatemala diferente. 
Este libro pretende que los que fueron, los que están y los que serán asiduos parroquianos de estos antros filosóficos no se olviden que los bares y  cantinas han resultado un campo de inspiración y de conciencia social.  
En fin, las andanzas por las cantinas son diversas, es un crisol de acontecimientos que se recrean en una barra y en ellos hay de todo, ahí no existen las clases sociales, tampoco estatus políticos, lo mismo da ser el barrendero o el licenciado, el ex alumno que no logró ser nada en la vida o su profesor que tanto le insistió en que hiciera la tarea, ahí no hay gobierno ni religión, sólo existe el deseo de olvidar o encontrar, de encontrar u olvidar, qué, eso sólo lo sabe cada uno de los que acuden a esos lugares, no hay modo de saberlo ya que es un código de honor que sólo se confía en la compañía del alcohol y que no se puede violar ese código porque es palabra de hombre y la palabra en la cantina es lo que vale, hombre que no tiene palabra no es hombre, hombre que entra a la cantina es sólo eso, hombre, sin nombre ni posiciones, sólo hombre en busca de la medicina del alma.

¡Salud, pues!  

Mi mamá


Me escribió una lectora preguntándome porqué no escribí sobre las madres en el número anterior de la Revista Mi Coatepeque. Me sentí desolado con la pregunta, porque ni siquiera pude estar con mi madre ese fin de semana, asuntos de trabajo me lo impidieron (aunque digan que no hay barreras para visitar a la madre), y entiendo que el  sentimiento cabal hacia las madres  no es la devoción, creo yo, sino la deuda. La devoción tiene algo sobreactuado y al mismo tiempo cobarde. La deuda, en cambio, es terrenal y punzante. Uno puede dejar de sentir devoción por cualquiera en cualquier momento, pero no puede dejar de sentirse en deuda hasta que no haga algo por pagarla, y si es una deuda de quetzales, un saldo estremecedor, tendrá que pagarlo con todo, con los aciertos, y con los errores también.
Mi madre empieza antes de mi memoria; estuvimos separados muchas veces, recuerdo cuando algún fin de semana viajaba  del Técnico de Mazate donde estudié y mi madre salía de  de madrugada conmigo, a caminar por las calles vacías del pueblo, para aliviarme el asma severa, aún la padezco en menor grado, pero como le digo a mi madre, es mi acompañante en el viaje de la vida.
Durante muchos años me importó bastante poco la familia. A los dieciocho años, trabajando en una Fábrica de Villa Nueva, volvía ocasionalmente hasta que me fui a Alemania durante algunos años, retorné y empecé las visitas esporádicas. Ahora ya con más de sesenta años, ha comenzado un retorno, pero cualquiera sospecha que es el retorno previo a la despedida. Todo lo que mi madre ama en mí, así como todo lo que yo amo en ella, está revestido por la capa del triunfo, pero lo que nos une son los mutuos desamparos. Mi madre tiene un miedo atroz a que yo no sepa, de un modo total, que no quiere morir. Mis temores, en cambio, que son muchos, no los sé, ni los sabré nunca, porque mis temores son propiedad suya.
Todo esto no lo he aprendido con los años, sino de repente, en la retención atormentada de una imagen. Luego de una sucesión de enfermedades, mi madre ha terminado cayéndose al suelo, una vez y otra, siempre con más frecuencia. Pero hay, entre todas, una caída puntual.
Yo en el cuarto, frente al espejo, no mirándome, sino mirando el mundo a través de mi cara, y de golpe –de golpe quiere decir de golpe- un bulto seco que colapsa. Si algo tan inaprensible empieza a ceder, uno cree que eso es todo y todo lo estremece a uno. El taladro en la acera, el murmullo de los cables eléctricos, las largas resonancias de las bocinas. Los sentidos se aguzan por sí solos hacia esas revelaciones portentosas. Una madre en el suelo es todos los ruidos a la vez.
Su cara había caído contra el lavamanos, había rebotado y luego se había deslizado suave, como un jabón en el puño del agua. Un hilillo fino bajaba de la frente y le corría por el cachete, y luego ese arroyo púrpura y dócil desembocaba en un charco oscuro y acuoso, el pozo profundo debajo de la faz inconsciente de mi madre.
Mi hermano me narró que corrió y la cargó (nunca nada ha pesado tanto), y tuvo tiempo para ver cómo su sangre manchaba levemente, casi con pena, el hombro de su camisa, cómo el agua de la llave le corría por su cara noqueada -su cara noqueada por esa enfermedad degenerativa que hay en la condición misma de los años-, imaginé que el lavamanos se lo tragaba todo, cómo succionaba y absorbía tantas cosas, mi hermano  lavando la frente rota de mi madre, las manchas del borde, el pasado, la luz opalescente de la tarde. Y yo no estaba allí.
Soy otra persona desde ese día. Pero mi madre ha sido otra persona muchas veces, desde hace muchos años, desde la época en que yo me ahogaba del asma y ella salía conmigo, encima, mi madre muerta de flaca, midiendo uno sesenta y con poco más de cien libras, caminado el pueblo de arriba abajo contándome no sé cuáles historias, que para peor olvidé.
Yo voy a partir, porque siempre hay un viaje que hacer, y si llego van a estar todos, incluso los que no son amigos, ni padres, ni hermanos, ni maestros. Pero si no llego, si salgo derrotado, como por norma sucede, voy a volver ahí, donde no hay nadie, ni amigos, ni padres, ni hermanos, ni maestros, voy a volver al regazo de mi madre, y mi madre  me va a curar las heridas, solícita, su mano ligera pero rotunda, yendo y viniendo de un modo que no acabo de comprender, y su boca diciendo, sin reproches, más bien como un elogio, “pero cómo has tardado, Antonio”, y divisará en mí algo inaprensible que necesita ser cuidado y que todavía (dirá “todavía” donde hay que decir “ya”) no se puede valer. Entonces yo sabré que la deuda que tengo con mi madre es impagable, porque tiene la misma edad de su mirada.